Publicada en Revista Capital, 10 de julio de 2017 y en La Segunda, 5 de agosto de 2017
Chile emite un modesto 0,22% de las emisiones totales de gases de efecto invernadero. Ante tan magra cifra, son muchos los empresarios, políticos y editorialistas que argumentan que no debiésemos preocuparnos mayormente del asunto. Hagamos lo que hagamos, sostienen, nuestro esfuerzo no será suficiente para inclinar la balanza global. A su juicio, esta es una pelea de perros grandes –China, Estados Unidos, India- y no tiene sentido que pongamos en riesgo nuestra competitividad si de todo modos no haremos una diferencia.
Es cierto que cualesquiera metas de reducción que nos fijemos serán insuficientes para reflejarse en los balances globales, pero concluir a partir de ello que podemos eximirnos de las metas es falaz por al menos dos razones.
La primera es que, desde un punto de vista atmosférico, lo que se llama Chile no es más que una frontera política arbitraria. A ojos de la atmósfera, no hay países ni entidades políticas, solo chimeneas, tubos de escape y áreas de deforestación distribuidas a lo largo del globo. Si con el pretexto de nuestra participación minoritaria en el concierto internacional nos excusáramos de cualquier meta de reducción, toda unidad geográfica podría buscar su propia esfera de pertenencia respecto de la cual representa una proporción minoritaria.
Por ejemplo, Estados Unidos es el segundo emisor mundial, pero un ciudadano de Alabama podría argumentar que su estado emite tan sólo el 0,2% mundial. Podría también sostener que la verdadera responsabilidad la tienen los estados industriales del noreste y los petroleros del sur. A su turno, un ciudadano de Austin Texas podría esgrimir que su comunidad, una ciudad universitaria y de servicios, representa una fracción menor dentro de Texas. La verdadera madre del cordero, a su modo de ver, yace en núcleos industriales como Houston. Dentro de Houston, las industrias livianas podrán achacar la carga a las petroquímicas, y suma y sigue. Toda entidad política podría buscar “eximición” como parte de alguna fracción minoritaria a la que pertenece.
La segunda razón es análoga a la réplica habitual a la idea de que no vale la pena votar porque nuestro sufragio es tan solo uno más entre millones: “imagina que todos hicieran lo mismo”. Aunque con una diferencia: en el caso de las emisiones de gases de efecto invernadero, sí es cierto. En una elección, nuestro voto muy difícilmente será dirimente. Es muy importante votar, pero no por su impacto propiamente electoral. Ese hipotético “imagina que todos hicieran lo mismo” no es la encrucijada real a la que se enfrenta quien prefiere permanecer en la comodidad de su sofá ese domingo en la mañana. Vote o no vote, el ganador será el mismo. El “imagina” no cambia nada.
En el caso de las emisiones, por el contrario, cada gramo de carbono evitado es un gramo menos en la atmósfera. No es ética teórica, no es una disquisición filosófica, es balance de masa puro y duro. Y es en el sentido más físico posible que la composición de la atmósfera resulta de la suma de millones de decisiones individuales. Así las cosas, en La Ruta Natural creemos que lo que vale a nivel personal, lo vale a nivel familiar, vecinal y, desde luego, nacional.