Publicada en Revista Capital, 10 de agosto de 2017
Es ingrato plantear reparos ante la aparición de Uber. La plataforma es tan superior a lo que estábamos acostumbrados que cualquier reproche parece propio de una mente anclada en el pasado, incapaz de adaptarse al vendaval tecnológico. Evoca a los luditas de inicios del siglo XIX, esos obreros británicos que atacaban las maquinarias textiles con la esperanza de detener el amenazante avance de la técnica.
Al utilizar Uber, el pasajero obtiene retiro a domicilio, con frecuencia más barato que un taxi básico, y el conductor un ingreso que justifica sobradamente la molestia. Hay excedente del consumidor de un lado, y excedente del productor de otro ¿Por qué habría de venir la autoridad a aguar la fiesta?
Hay dos grandes razones. La primera, ha sido ya muy discutida: para que opere la libre competencia, debe existir una cancha pareja, y en este caso no existe. Uber aprovecha vacíos legales para aprovechar las ventajas de una competencia desleal con respecto a otros medios de transporte de pasajeros regulados. Los taxis básicos poseen normas de emisión más exigentes que otros vehículos livianos, se les exigen dos revisiones técnica al año y seguros para los pasajeros, el conductor debe estar registrado previa presentación de su certificado de antecedentes, etc.
Ahora bien, la cancha podría emparejarse si la autoridad decidiera imponer las mismas obligaciones a los conductores de Uber. Esta dificultad no es insalvable. Es la segunda razón, la que atinge a La Ruta Natural, la que asoma de más compleja solución: las externalidades ambientales. Un vehículo rodando por las calles genera tres impactos ambientales negativos colaterales: congestión, contaminación (atmosférica y sonora) y riesgo de accidentes. Conductores y pasajeros solo perciben su beneficio personal (su “utilidad”, en jerga económica). Las externalidades, en cambio, las sufrimos todos los demás.
Hay varias maneras de lidiar con las externalidades: prohibir la actividad, imponer tributos específicos (los llamados “impuestos pigouvianos”), establecer límites a la provisión del bien o servicio, entre otros. En el caso de los taxis, y al igual que muchas otra ciudades en el mundo, en Chile hemos optado por esta última. Hace años que el parque automotriz permanece congelado en 41.968 vehículos, entre taxis básicos, ejecutivos, de turismo y colectivos. Es debido a la existencia de ese techo que el derecho a circular como taxi (“la patente”) se transa en unos $10 millones en el mercado informal, muy por sobre su valor oficial.
Previo al aterrizaje de Uber, este límite era poco cuestionado por quienes hoy defienden la app. Parecía de sentido común que la liberación generaría una oferta excesiva de vehículos en permanente circulación, con los consiguientes efectos de contaminación, congestión y riesgo de accidentes. Moros y cristianos reconocían que las crisis broncopulmonares en los consultorios de Cerro Navia exigían sacrificios de este tipo. Hoy, no tanto. ¿Cambiaron las condiciones ambientales? Por supuesto que no. Lo que cambió fue la facilidad para pedir un taxi desde la comodidad de tu pantalla.
El límite del parque automotriz de vehículos de transporte de pasajeros ha sido por largo tiempo una pieza estructural y poco contenciosa del sistema. Ahora, seducidos por el estándar de servicio superior de esta joya digital, intentamos tapar el sol con un dedo. En La Ruta Natural estamos convencidos de que la tecnología tiene un rol protagónico que jugar en la resolución de los problemas ambientales, pero eso no significa dejar de regular aquello que nos afecta a todos. Las Apps que gestionan taxis básicos son una opción, o derechamente crear un impuesto para quienes quieran usar sus vehículos para el transporte de pasajeros, cuya recaudación, idealmente, se use para fines que compensen sus impactos (transporte público, descontaminación y seguridad vial), y no para dársela a los taxistas.